Recuerdo
una travesía de Menorca a Barcelona, hacia mediados de
mayo del 2000. Salía de Ciudadela con una tripulación
reducida y poco experta, y aunque el parte era bastante
bueno, marejada, fuerza 4 a 5, un cielo todo cubierto y
de color gris mantenía constantemente mi mente ocupada
en calcular el posible endurecimiento de las
condiciones. Además la mayor parte de la travesía la
realizaríamos por la noche, lo que añadía un
aliciente más = disfruto navegando en la oscuridad =,
pero a la vez otro condicionante, ya que era consciente
de que bajo esas circunstancias sería yo quien tendría
que estar el mayor tiempo al timón de aquellos 12
metros de fibra.
Como
era de esperar, a las pocas millas de salir comenzó a
llover; en el horizonte se podían ver algunos relámpagos
y aunque la tormenta parecía estar bastante lejos,
aquello añadía un toque más de emoción y alguna que
otra pincelada de intranquilidad.
Afortunadamente,
la lluvia no duró demasiado, pero en cuanto la poca luz
que quedaba nos dio las buenas noches, la oscuridad se
hizo absoluta. El cielo seguía completamente cubierto y
las nubes no dejaban asomar a las estrellas, fieles
compañeras de las guardias nocturnas. Con algo más de
20 nudos de viento por la aleta, el barco corría veloz
a favor de las olas y la corredera se mantenía casi
todo el tiempo por encima de los 8 nudos.
Como
estaba disfrutando, dejé que los demás se acostaran,
no sin antes arriar la mayor, ya que el viento seguía
refrescando y no quería tener que despertar a nadie
para tener que ir al palo a rizar a media noche. Al poco
rato, solo con el génova hacíamos algo más de 9 nudos
y en alguna surfeada llegó a alcanzar los 11… Noche
oscura, olor a tierra mojada, el faro de punta Nati que
se perdía por la popa, el tenue resplandor de Mallorca
por babor, oscuridad total por la proa y una cabalgada
trepidante…. ¡Impresionante!.
Al
cabo de tres horas, con la noche ya avanzada, la emoción
comenzó a dejar paso al sueño; sin darme cuenta, mis
pensamientos cada vez se alejaban más de la cubierta
del barco, para volar más allá de la luz tricolor del
extremo del palo y traspasar las nubes hasta alcanzar
las estrellas. Mantenía un estado de semi vigilancia,
ayudado por una postura incómoda, al que ya me había
acostumbrado otras muchas veces. El viento algo más
suave ahora, contribuía a mecerme sobre las olas…
ojos cerrados un par de minutos, tal vez cinco y
apertura para otear el horizonte en busca de la luz de
algún barco; oscuridad total y olor a mar. Todo era
negro; ni siquiera el tenue reflejo de nuestras luces en
la proa o iluminando nuestra estela…. Velaban en lo
alto del palo; abajo solo había oscuridad.
Siempre
me ha gustado compartir la magia del mar, pero aquel día
fui avaro, casi miserable; no quería romper el momento
ni compartir el espectáculo maravilloso que se abría
ante mis ojos. En una de mis “bajadas a cubierta”,
me pareció ver una misteriosa luz a la amura de
estribor; medio dormido, boté sobre los pies pensando
que había cerrado los ojos más de la cuenta y tenía
un barco encima…. nada; todo estaba tranquilo….,
negro…., normal. De repente, junto a mi, una estela de
color verde hendió la absoluta oscuridad de las aguas,
dibujando una línea a lo largo del barco y
desapareciendo junto a la proa. De allí surgió otra
estela más… y otra… y otra… Era un espectáculo
increíble; surrealista… mágico; sobre cogedor.
Oscuridad y trazos de color verde sobre el mar. Unos
parecían venir desde el fondo; otros cortaban la
superficie, entrecruzándose y formando dibujos
abstractos y caprichosos… dos juntos, luego uno solo;
ahora tres y dos más partiendo desde el barco hacia la
oscuridad total. Luz y movimiento, acompañados del
sonido del agua junto al casco….
Con
los pelos de punta, sentí que la vida se detenía junto
al barco y en estado de éxtasis comprendí que aquella
noche el mar, la naturaleza y la vida me estaban
haciendo un regalo único y especial; algo que era solo
para mí. Con cada dibujo sobre el agua y con el sentido
de la dimensión entumecido por la oscuridad, realidad y
ficción se entremezclaban; ya no sabía si las estelas
se dibujaban sobre el agua o sobre lo más profundo de
mi mente. Tenía ganas de gritar de felicidad y con cada
nuevo trazo mi cuerpo era sacudido por escalofríos.
Jamás
olvidaré aquel día… jamás olvidaré el maravilloso
regalo que una manada de delfines dejó en lo más
profundo de mis recuerdos; unos trazos indelebles, de
pinceles mojados en los millones de microorganismos
luminiscentes que componen el plancton. Un regalo muy
especial que formará parte de mis mejores recuerdos
hasta el último de mis días.
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